Había una vez un hombre al que hicieron emperador de un país lejano, este hombre que se llamaba Arturo era una persona vanidosa y egocéntrica que cambiaba tanto de códigos morales como de trajes. Al principio de su reinado no fue un mal gobernante, la mayor parte de sus súbditos lo apreciaban y no le tenían en cuenta sus pequeños devaneos y los de sus amigos.
Pero con el tiempo su carácter se hizo más y más inmoral y sus súbditos empezaron a temerle por sus extrañas y locas aventuras. Cambiaba constantemente de traje y al mirarse al espejo no encontraba defecto alguno en su persona. Sabiendo cómo era el carácter del emperador, se presentaron delante del trono dos “murris” que pretendían ser unos grandes sastres, se llamaban Omnium y ANC. Le dijeron que le confeccionarían un traje que lo mantendría en el trono hasta su muerte y que como era mágico todos los que lo mirasen se quedarían tan encantados que se olvidarían de esos problemillas que la familia del emperador, una familia muy extensa de apellido Convergencia, tenía con la justicia del país. Ahondando en el engaño también le dijeron que quien no viera el vestido sería su enemigo y un necio, así el emperador sabría quien lo apoyaba y quién no.
El emperador muy ufano pensó que si la magia del vestido era tan potente tal vez sus súbditos olvidarían en la miseria en que vivían gracias a la gestión nefasta que se había hecho desde el gobierno. Y apoyado por su canciller, Oriol el historiador, dio el visto bueno y encargó a los dos murris un traje que le diese al emperador la capacidad de engañar a su pueblo y señalar a sus enemigos además claro está que realzase su figura y su porte. Y que su popularidad y su grandeza llegasen hasta los reinos vecinos.
Los dos murris pidieron gran cantidad de joyas, oro, seda y se encerraron en las dependencias reales haciendo no se sabe que detrás de unas puertas cerradas. Solo salían para pedir más oro y joyas, tanto pedían que agotaron el tesoro y el emperador tuvo que pedir prestado a un reino vecino para poder pagar los servicios que le reclamaban sus súbditos. Pese a todo, el reino se empobreció y los buenos súbditos de su majestad empezaron a pasar hambre.
A medida que pasaban los días el emperador estaba más y más nervioso y su chambelán, la señora Rahola, ya no podía contener a su majestad y eso que la buena mujer adoraba a su emperador y hacía ya tiempo que le había entregado su corazón junto con su ecuanimidad.
Un día uno de los nobles cortesanos, habitual en la corte, miembro de una de las más grandes familias del país, los señores del Pesece, pasó ante las puertas tras las cuales se encontraban los dos murris cosiendo, al ver las puertas entreabiertas decidió mirar solo un poquito para ser el primero que viese el traje que le estaban confeccionando al emperador. Blanco como la nieve el pequeño cortesano se retiró lentamente y se prometió que no diría nunca nada de lo que allí había visto pues lo tomarían por enemigo de su emperador, ya que desgraciadamente no había visto nada.
Semanas más tarde y viendo que no se sabía nada de los dos murris el emperador envió a un nuevo cortesano para que comprobase el avance de su magnífico traje. Este cortesano que pertenecía a una familia burguesa llamados los Mestres Delacup, nueva en la corte, fue corriendo a obedecer el mandado de su señor y en cuanto llego a las puertas cerradas golpeó con energía y abrió sin esperar respuesta. Allí vio a los dos murris sentados frente a una gran rueca sin nada en las manos y haciendo como si cosieran. Sorprendido el cortesano les pregunto que estaban haciendo, a lo que los dos murris con la vista en la nada que tenían entre las manos y pareciendo muy atareados le contestaron que cosiendo. Uno de ellos a continuación le pregunto al estupefacto cortesano si no veía el magnífico traje que le estaban confeccionando al emperador. Éste, que efectivamente no veía nada, se calló y recordó lo que se decía por la corte “…quien no vea el traje será enemigo del emperador…” así que por muy rebeldes que se considerasen en su familia, decidió lanzar una exclamación y admirar con detalle lo que los dos murris tenían entre las manos, estos hacían como si levantasen entre sus brazos metros de tela pesada realzando su esplendor con comentarios sobre la cantidad de oro, joyas y sedas que habían cosido en ellas.
El pobre cortesano caminó lentamente hasta el trono donde el emperador lo esperaba impaciente por escuchar la descripción de tan magnifico traje, cosa que así hizo el cortesano olvidando sus orígenes y mintiendo para poder salvarse a sí mismo y a su familia de la ira imperial.
Por fin el día señalado llegó y los dos murris se presentaron ante la sala del trono donde llevaron un gran paquete, envuelto en un precioso papel, que a vista de todos parecía pesar muy poco. Los dos fueron desenvolviendo con mucho cuidado mientras pedían al emperador paciencia por que el tejido era delicado y mágico y si lo trataban con brusquedad podría perder sus propiedades. El emperador ansioso se revolvía en el trono mientras sus ojos no perdían de vista el enorme paquete. El canciller real, Oriol el Historiador, fue el primero en lanzar una exclamación al ver que dentro del paquete no había traje alguno pero fue sabio y callo, pensando en que si decía que no veía el traje se convertiría en enemigo del emperador y acabaría perdiendo sus propiedades junto a su cabeza.
Los pensamientos del emperador iban en dirección contraria, si su canciller que era un hombre sabio podía ver el traje y él no, quedaría como un necio o sea que más valía que los súbditos no notasen que él no podía ver el traje si no lo considerarían un necio, además según los dos murris si no creías en la magia esta no sería efectiva. Así que entre exclamaciones de asombro fue vistiéndose las diferentes piezas del traje, perdiendo pequeños trozos de dignidad cada vez que fingía ponerse alguna de las piezas de aquel traje ilusorio.
En cuanto el emperador estuvo vestido y se miró al gran espejo se vio reflejado solo con sus grandes calzones y las medias. Una vez preparado dejó entrar a los súbditos en la sala del trono, los primeros en entrar entre empujones fueron los dos señores que ya habían visto con anterioridad el supuesto traje y al ver al emperador en paños menores empezaron a adular entre exclamaciones el magnífico traje del emperador. Por supuesto los demás súbditos que entraron tras ellos hicieron lo mismo por si acaso, aunque ninguno de ellos veía nada.
El emperador envalentonado por el coro de adulaciones de su corte pidió que inmediatamente trajesen el carruaje descubierto ante las puertas del castillo. El canciller con el miedo pintado en la cara se acercó al emperador Arturo y le aconsejó si no sería mejor aplazar el paseo por las calles de la ciudad viendo el mal día que hacía, Su Majestad más decidido que nunca gracias a las adulaciones de su corte dijo que no, que de ninguna manera, que iba a salir a la calle para encantar a sus súbditos y así aplacar las críticas cada vez más violentas del populacho. Por lo menos usad el carruaje cerrado, le insistió el canciller. A lo que el emperador volvió a contestar que no que la magia sería más efectiva si los ciudadanos lo veían de cuerpo entero.
Y así vestido solo con calzones y medias, se subió el emperador a su carroza y de pie en ella, deambuló por las calles de la ciudad mientras a su paso los ciudadanos se quedaban en silencio. Era un silencio conmocionado, ¡El emperador estaba desnudo! susurraban exclamados entre ellos, pero el emperador en su necedad atribuía su silencio a que estaban encandilados con su nuevo traje y que este estaba ejerciendo su magia, por que sus caras no parecían ya agrias y enfadadas sino aturdidas.
Hasta que pasando por delante de una sencilla casa propiedad de maese Ciudadanos, vio a una pequeña e inocente niña jugando en el portal con su madre sentada a su lado cosiendo. Siguiendo la carroza imperial iban además de los cortesanos, prácticamente todos los vecinos que habían interrumpido sus vidas al ver pasar al emperador con su traje nuevo. La niña al oír el barullo que se acercaba se levantó del suelo y riendo señaló con su dedito al emperador al tiempo que decía “el emperador va en calzones” “el emperador va desnudo”. La multitud oyendo las cristalinas carcajadas de la niña empezó también a reírse en voz alta y a burlarse del emperador que iba desnudo.
El Emperador se dio cuenta en esos momentos del engaño, pero como toda la gente estaba mirándolo, no se le ocurrió otra cosa que seguir de pie muy serio y continuar hasta su castillo, sabiendo aunque sin reconocerlo que en el proceso de la confección de su nuevo traje no sólo había perdido su dignidad si no que había arruinado a su pueblo.
Y colorín colorado…..este cuento se ha acabado
Susanna Casta és vocal de Ciutadans a l’EMD de Valldoreix
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