Hace unos días, en un suplemento cultural, leía una crónica sobre una epidemia de baile acaecida en varias ciudades de los Países Bajos, en concreto en Maastricht en 1278 y un siglo más tarde, en Aquisgrán. Historiadores locales citan casos similares en Colonia, Metz, Utrecht, Brujas y Estrasburgo.

Estas epidemias fueron conocidas como consecuencia del ‘Mal de San Vito’, nombre que se les dio debido a la proximidad de la festividad a él consagrada cuando se manifestaron de forma más virulenta los primeros síntomas de tal enfermedad. Por lo visto y según la reseña de Dorothy M. Schullian en 1977 en el Journal of the History of Medicine and Allied Sciences de la Universidad de Oxford, los bailarines ‘chillaban, cantaban, sufrían visiones, invocaban tanto a Dios como a los demonios y finalmente se desplomaban quejándose de un intenso dolor e hinchazón abdominal’.

Pintores de renombre como Pieter Brueghel el Viejo y el Joven pintaron sendos cuadros representando las escenas de bailoteo desenfrenado.

Uno de los episodios mejor documentado es el ocurrido en Estrasburgo en 1518, puesto que lo refirió el médico renacentista Paracelso. Se conoce incluso el nombre del ‘paciente cero’, una mujer de nombre Troffea. Al cabo de una semana de iniciar ésta sus contorsiones había treinta y cuatro personas más acompañándola y al cabo de un mes ya eran más de cuatrocientos los bailarines.

No sería importante este acto ‘festivo’ comunitario si no fuese porque las consecuencias de tanta contorsión eran funestas, habiendo fallecido durante esas semanas más de quince personas debido a infartos, ictus o, simplemente, agotamiento extremo.

Las autoridades pensaron, bienintencionadas, que la mejor forma de combatir la enfermedad era ordenar que los danzantes continuasen bailando día y noche, construyéndose incluso un escenario especial en el centro de la ciudad para que pudiesen moverse con libertad. Se contrataron a músicos profesionales para que los endemoniados pudiesen continuar con su macabro ritual.

Este tipo de fenómenos de difícil explicación parece que están condenados a repetirse a lo largo del tiempo.

En la actualidad suenan también notas encantadoras desde los Países Bajos, embriagadoras, cientos de miles de personas las han oído y bailan frenéticamente al compás de la música, y también desde allí se insiste en que para librarnos del embrujo hay que continuar bailando sin parar, hasta que caigamos todos sin aliento y exhaustos. La música promete la solución a todos los males, sin costes, sin peajes. Un futuro diáfano en el que los problemas desaparecen porqué sí. El problema es que lo más seguro es que, como los bailarines del siglo XVI, acabemos rotos y en peores condiciones que cuando iniciamos el baile, de hecho, sin llegar a esos extremos ya estamos más empobrecidos, enemistados con familiares y amigos, y, además, los organizadores se niegan a terminar la fiesta y a pagar los desperfectos.

En los Países Bajos el episodio terminó tal como había empezado y, sin saber exactamente cómo, la gente dejó de bailar, esperemos que ahora también pase lo mismo y la cordura, de nuevo, se instale en nuestra sociedad.

Martí Pachamé és membre de l’agrupació de Ciutadans (Cs) Sant Cugat

sant.cugat@ciudadanos-cs.org

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